La clase trabajadora boliviana: entre la industrialización y el olvido – Por José Galindo

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

La clase trabajadora boliviana: entre la industrialización y el olvido

José Galindo*

La clase obrera boliviana no fue liquidada en agosto de 1986, pero sí sometida a un largo trance del cual todavía no parece despertar. A medida que la era del gas se acerca a su fin y el país se ve obligado a encontrar alternativas que no perpetúen su condena de mero productor de materias primas, los trabajadores tienen la oportunidad de volver a asumir protagonismo en el proceso de industrialización de la economía. Frente a la ola reaccionaria que se viene gestando en el mundo deben abrazar la convicción de que lo único que tienen por perder son sus cadenas.

Desde hace 137 años el mundo entero rememora a los ocho obreros que fueron condenados por participar en una serie de protestas que demandaban la institución de la jornada laboral de ocho horas, con cinco de ellos condenados a muerte y el resto a largas penas de prisión. La revuelta de Heymarket de 1886 no marca el principio de la lucha proletaria, pero sí es uno de sus episodios más emblemáticos, celebrado en todo el planeta, con la notable excepción de los Estados Unidos, donde ni siquiera existe un monumento para rendir honor a aquellos mártires de la clase trabajadora de Chicago.

Los inicios

La historia del movimiento obrero boliviano comienza un par de décadas después, con los primeros sindicatos de artesanos, fabriles y mineros formándose de manera paralela a la consolidación de una élite terrateniente y empresarial que rápidamente advirtió la amenaza de un movimiento obrero organizado, condenando la celebración del 1 de Mayo a partir de sus medios de prensa particulares. Sin embargo, no sería hasta la década del 30 que puede percibirse a una clase trabajadora políticamente activa, particularmente en los centros mineros que eran propiedad de los “barones del estaño”.

A partir de ahí la historia es conocida, con un periodo contestatario e insurreccional que se abre tras la virtual derrota de Bolivia en la Guerra del Chaco hasta consolidarse con la Revolución Nacional de 1952. Dicho lapso está plagado de huelgas, congresos, marchas y masacres, impulsadas sobre todo por una vanguardia minera que arrastró consigo a militares, clases medias y campesinos para dar al traste con lo que hoy llamamos el Estado oligárquico. La coronación de ese momento fue la creación de la Central Obrera Boliviana (COB) un 17 de abril de ese mismo año.

Una conquista social y política que abrió otro ciclo de luchas, resistencias, quizá más intenso que el anterior, con un movimiento obrero que se enfrentó esta vez no contra una élite decadente y trasnochada, sino contra dictaduras militares apoyadas por los Estados Unidos, que lograron capturar las principales dirigencias campesinas por un largo tiempo, caracterizadas por sangrientos hechos de represión, persecución y violación sistemática de los Derechos Humanos. Las dictaduras militares fueron derrotadas finalmente, pero la reconquista de la democracia vino acompañada de la disolución de ese poderoso movimiento tras poco más de tres décadas de combates.

La caída

El desplome de los precios del estaño, transformaciones estructurales del capitalismo mundial, cambios geopolíticos trascendentales y la suma de decisiones desacertadas tomadas por sus principales líderes fueron elementos que contribuyeron a una derrota histórica sellada con la promulgación del DS 21.060 en 1885 y el cerco militar a la Marcha por la Vida en 1986, tras lo cual sobrevino una ola de despidos y la práctica desintegración del movimiento obrero, seguido por la tragedia geopolítica e ideológica de la caída del Muro de Berlín. Para cualquier propósito, parecía que el proletariado y su sueño socialista estaban muertos.

Se decretó “el fin de la Historia” e irrumpió una larga noche neoliberal que duró casi dos décadas, sin que la “pax americana” significara realmente el cese de todo conflicto. Desde las áreas más remotas del país se fue gestando un poderosos movimiento campesino liderado por una vanguardia cocalera que resistió durante todos esos años numerosas masacres y actos de persecución y estigmatización que, sin embargo, no lograron desarticularlos, a pesar de ser perseguidos no solo por las fuerzas represivas del Estado boliviano, sino además por marines y rangers estadounidenses entrenados para acabar con todo conato insurreccional aplicando los métodos de tortura enseñados en la Escuela de las Américas.

Eventualmente, dicho sujeto popular, al igual que lo que sucedió con su predecesor proletario y minero, terminó derrocando al Estado neoliberal junto con una amplia capa de clases medias empobrecidas y lo que quedaba de la clase trabajadora, guiados ya no por un discurso socialista, sino por un reclamo más antiguo: La reivindicación de la dignidad de los pueblos indígenas, que para entonces ya habían cumplido más de 500 años de resistencia a todo tipo de opresiones, exclusiones y agravios. Un hito decisivo de su victoria es abril del año 2000, en la Guerra del Agua, saldada con la primera expulsión de una transnacional en Latinoamérica. La consumación de la insurgencia se dio en la Guerra del Gas, en octubre de 2003, y la implosión del sistema de partidos que dominó Bolivia el último tercio del pasado siglo.

La sacudida

En todo ese tiempo la clase obrera es considerada, en el mejor de los casos, como un gigante dormido; y en el peor, como un recuerdo muerto y enterrado. La vuelta de siglo, sin embargo, renueva las energías obreras, pero solo parcialmente. La Guerra del Gas encuentra a la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (Fstmb) en las calles, con unas cuantas dinamitas, desde Huanuni. Una vez llegado el gobierno de Morales la relación con la COB se muestra ambigua e incluso conflictiva.

El inicio del periodo evista tiene a la minería concentrada en la empresa privada y, preferentemente, en las cooperativas, que pasan de ser 17 mil trabajadores en 1980 a 47 mil socios en 2000 y 250 mil personas dependientes directa o indirectamente en la actualidad. El peso de las cooperativas fue tal que el primer Ministro de Minería de Morales fue un miembro de Federación Nacional de Cooperativas Mineras (Fencomin) y socio de la cooperativa La Salvadora, de apellido Villarroel. El peso de este sector influyó considerablemente en el gobierno del MAS, conquistando, incluso, diputaciones en el partido.

Una de las primeras medidas del gobierno de Morales fue la reapertura de la minería estatal en Huanuni, en el cerro de Posokoni, donde pronto se enfrentaron jukus y cooperativistas contra mineros asalariados de la renovada Corporación Minera de Bolivia (Comibol), provocando 16 mineros muertos en octubre de 2006. La alianza entre el Gobierno y las cooperativas se disolvió, aunque sin ruptura, puesto que la refundación de Huanuni logró absorber a cerca de 15 mil cooperativistas, que pasaron a la Fstmb, como asalariados. En 2007 el Ejecutivo declaró al territorio nacional como reserva fiscal de minerales.

Desde 2007 presiden la cartera de Minería probados dirigentes sindicales o cuadros de partidos comunistas, quienes anuncian la intención de reabrir minas como Vinto y otras, y fortalecer la minería estatal. Las cooperativas se resistieron a la nacionalización de Huanuni, oficializada por decreto en 2007. También lograron detener las nacionalizaciones en su contra, se acercaron nuevamente al Gobierno, conquistando una cartera, y multiplicaron su presencia en el territorio nacional. La minería estatal acrecentó los ingresos estatales mientras Uyuni y el Mutún se perfilaban en el horizonte.

La indecisión

Pero la revitalización de la Fstmb no significó una alianza definitiva entre la COB y el Gobierno, que se mantuvo ambivalente hasta 2008, cuando la COB entra a la Coordinadora Nacional por el Cambio (Conalcam), y ya no como organización suprema, sino como un aliado más. Hasta allí incluso se tuvo episodios de alta tensión. Entre estos últimos episodios, además del enfrentamiento fratricida de Posokoni, se tuvieron protestas con el magisterio urbano y rural por la Ley de Pensiones, que costó la vida a tres mineros, mientras su secretario general, Pedro Montes, oscilaba de opositor a oficialista. Un rasgo que se mantuvo en la dirigencia obrera en poco más de una década, con la COB jugando el rol de aliado circunstancial y potencial adversario, atravesado por una indecisión que tendría graves consecuencias en noviembre de 2019, cuando su secretario ejecutivo, Juan Carlos Huarachi, se sumó a la extrema derecha que tomó por sorpresa el país mediante un golpe de Estado respaldado por policías y militares cuyo discurso era en ese momento el mismo que el máximo dirigente de la clase trabajadora, siguiendo libretos redactados por empresarios y agentes de inteligencia del imperialismo estadounidense.

La indecisión y el sectorialismo que caracterizaron a la clase obrera en el auge del periodo todavía vigente del Estado Plurinacional terminó arrastrándola hacia el eje reaccionario de la Historia, así haya sido solo por un instante, que acabó siendo sumamente decisivo, pues sobrevino por ello un gobierno de facto que podría ser calificado como una dictadura civil, con sus correspondientes masacres, asesinatos selectivos y torturas a plena luz del día. La excepcionalidad del liderazgo de Orlando Gutiérrez como parte de la resistencia minera resulta a todas luces un dato esperanzador pero insuficiente, que en todo caso acompaña, en vez de liderar, el reencauzamiento de la historia hacia el campo nacional popular.

El presente

Los hechos de noviembre de 2019 responden a factores que van más allá de las ambigüedades de la clase obrera y sus principales dirigentes en el periodo gobernado por Evo Morales, teniendo más un carácter sintomático que causal, sin por ello dejar de ser decisivos para la lucha de clases en Bolivia. Con la recuperación de la democracia resultante de las luchas populares sostenidas por campesinos, indígenas y mineros en agosto de 2020, se abrió un nuevo periodo en el que la COB parece haber aprendido de sus errores, brindando un respaldo un poco más decidido a un gobierno popular.

Sin embargo, todavía está lejos de recuperar el protagonismo que tuvo en una buena parte del siglo XX, aun tomando en cuenta las transformaciones estructurales que afectan a todos sus miembros, la mayor parte de ellos desideologizados, precarizados o simplemente desclasados como resultado de los cambios que trajo el neoliberalismo como nuevo periodo del capitalismo global.

Actualmente en Bolivia cerca del 80% de la fuerza laboral se concentra en el sector informal de la economía, con la principal consecuencia de una natural incapacidad para organizarse.

Al mismo tiempo, ese cambio que tiene sus inicios desde hace décadas está acompañado por otro factor a menudo menos reflexionado, que es la concentración del grueso de esa fuerza de trabajo en las ciudades, como parte de un proceso de urbanización común a toda la región latinoamericana. Un conglomerado social que va acumulando contradicciones como una olla de presión, que pude resultar bien en una explosión destructiva y mucho más disgregante de lo que fue el inicio del neoliberalismo, o como la fuerza que sirva de impulso de un proceso de industrialización que no puede tener solo al Gobierno y sus burócratas como principales conductores.

En ese sentido, el destino de la clase obrera en Bolivia depende del éxito que alcance la pretensión del gobierno de Luis Arce de industrializar el país para colocarlo en un nuevo sitial en la división internacional del trabajo, en un contexto de inestabilidad geopolítica que se intensifica cada año y ante el cual no podrán mantenerse indiferentes por mucho tiempo. El tiempo histórico actual le reclama a la clase obrera un protagonismo a la altura de su reputación que se viene construyendo por casi un siglo de luchas.

*Cientista político boliviano, analista de La Época

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