La interminable guerra contra el racismo en Bolivia – Por José Galindo

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Por José Galindo*

Afirmar que Bolivia es un país racista no debería resultar sorprendente para nadie que lo conozca, aunque sea superficialmente. Los estudiosos de las ciencias sociales se refieren a esta característica de la sociedad boliviana como un hecho estructural, es decir, lo contrario a algo incidental. Forma parte de la esencia de las cosas, razón por la cual su erradicación no solo resulta dificultosa, sino trascendental para la transformación del país.

Existen formas y expresiones de racismo en casi todas las sociedades que presentan aunque sea mínimos niveles de heterogeneidad en casi todo el planeta, pero cuando estas se limitan a erupciones esporádicas de rechazo o intolerancia podemos hablar de una sociedad que no es sistémicamente racista. Por otra parte, cuando ciertas características fenotípicas o culturales determinan el curso de la vida de un individuo de forma considerable, podemos decir que estamos ante formas estructurales de racismo y también de injusticia.

Formas de racismo

En el caso boliviano el racismo es una de las manifestaciones de un problema quizá más estructural, que es el de la colonialidad o neocolonialidad, en otras palabras, de la influencia todavía vigente de los valores, creencias y prejuicios que heredamos de los tiempos en los cuales nuestra sociedad todavía estaba bajo el yugo español. En el caso del problema que acá nos ocupa, una de esas creencias colocaba lo blanco como un fetiche relacionado con todo valor deseable socialmente; mientras que lo no blanco, y particularmente lo indio, representa todo lo negativo o rechazable dentro de una sociedad.

Así, la forma más recurrente en la que este prejuicio, a todas luces irracional, se expresa es a través de la valoración que se le da a ciertos rasgos fenotípicos. La tez morena, los rasgos indígenas y otras características usualmente asociadas a lo indio son juzgadas como inferiores, o como sinónimos de atraso, primitivismo e incluso antiestéticas; y todo lo relacionado a rasgos fenotípicos “occidentales”, siendo el color de piel medianamente claro el preponderante, son apreciados como superiores hasta el punto de llegar a ser fetichizados, siendo relacionados con ideas como éxito, modernidad, cultura y, por supuesto, belleza.

Pero esta es la manifestación más superficial del problema, aunque tal vez la más vulgar y preocupante. Además del racismo enfocado en rasgos fenotípicos tenemos el racismo de orden cultural, más profundo y difícil de detectar, que se expresa en el rechazo a la identidad indígena como tal. En esta forma de racismo se desprecia no solo la apariencia del individuo, sino, sobre todo, su cultura, su lengua, sus tradiciones, sus apellidos, sus creencias, su música. No es exagerado afirmar que se trata de una verdadera declaración de guerra contra lo indio, a quien se asocia como la principal rémora para el desarrollo nacional, el obstáculo a ser superado. Es odio hecho ideología.

Una tercera forma en la que el racismo se expresa, a la vez como una manifestación del problema colonial o neocolonial —como hemos indicado—, es mediante el desprecio por lo rural, pues la ruralidad ha sido el precio de la derrota de lo indígena a manos de lo blanco desde los tiempos de la Colonia. Fue, en principio, una forma de exclusión territorial, de destierro y de apartheid. En lo rural lo indígena pudo sobrevivir con la comunidad agrícola o ayllu. Y aunque la existencia de esta forma de organización hasta el día de hoy es debatible, la asociación de lo blanco con lo urbano (donde vivían criollos y españoles) y de lo indio con lo rural persiste.

Más allá de la costumbre

Todas estas dimensiones del problema colonial no han hecho más que solidificarse con el pasar de los siglos en Bolivia. Es decir, más allá de las modas ideológicas, del avance del liberalismo en el mundo y de las muchas conquistas que se han dado en todo el planeta en contra del racismo, incluyendo su derrota ideológica después de la Segunda Guerra Mundial, en Bolivia este no solo no retrocedió, sino que encontró nuevos espacios para reproducirse como la ideología oficial del Estado, pasando de las escuelas a las universidades, por ejemplo. He ahí su carácter estructural.

Un rápido recorrido a lo largo de nuestra historia para mencionar algunas de las expresiones institucionales de este problema necesariamente debe pasar por: el tributo indigenal restituido a pesar de lo dispuesto por Bolívar; junto con ello la persistencia de los Servicios Personales como institución de la cual se sirvió el Estado y las clases acomodadas para explotar mano de obra indígena; los múltiples intentos de aplicar leyes de exvinculación para separar a los indígenas de sus tierras; la alianza entre liberales y conservadores en contra de los ejércitos indios del temible Willka en el cambio de siglo de 1900; y la democracia censitaria abolida por el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) tras la Revolución de 1952.

Es en este último evento donde generalmente trata de argumentarse que se ha superado el Estado colonial y el problema del racismo. Se dice que con la reforma agraria, el sufragio universal y la reforma educativa de aquellos años Bolivia pasó a ser moderna y, en cierta forma, a haber superado el racismo. La prueba: la construcción de la nacionalidad boliviana vía mestizaje, que decreta la abolición de lo indio para que se transforme en campesino, y la mezcla de la raza blanca e india en el tipo mestizo.

Pero ese discurso se cae a pedazos cuando se le compara con la realidad. Tal como denunció en su época Fausto Reinaga, no hubo momento en el que una persona de tez clara y apellido español se haya casado con una persona de tez morena, raíces indígenas y proveniente del campo, y si se dió no fue un hecho usual. Lo indio siguió siendo despreciado, junto con lo rural y lo comunitario. Se establecieron sistemas paralelos de institucionalidad, solo que informalmente: institucionalidad informal. Colegios privados para la élite blanca, colegios fiscales para la “indiada” y su reluctante primo: el cholaje. Y si asistían a la misma universidad, ciertamente no se daba mucha mezcla ahí.

Ni siquiera en el terreno político de la izquierda el indio se salvó de ser despreciado, reducido al nivel de campesino por el marxismo ortodoxo. En la derecha fue instrumentalizado desde el campo mediante el Pacto Militar-Campesino establecido por René Barrientos. El indianismo y el katarismo eran consecuencias inevitables de todo eso, así como su penetración en los sindicatos agrarios que poco a poco se iban deshaciendo de la influencia barrientista.

En todo caso, las inclinaciones endogámicas de la élite se mantuvieron inermes en las escuelas y universidades, de donde pasaban a dirigir empresas o a presidir partidos, llegando a controlar el país un círculo tan reducido de personas que hasta el término “élite” les queda grande: porque eran parientes. Ningún indio entre ellos, salvo ocasionalmente, cuando los invitaban a la mesa, dejando bien en claro que eran invitados.

24 de mayo de 2008

La amenaza contra este orden de cosas que supuso la llegada al poder de un partido caracterizado sobre todo por la impronta indígena provocó, como no podía ser de otra manera, reacciones que no pudieron canalizarse sino con impulsividad: con violencia. La llegada de un presidente indígena desató las más corrosivas reacciones de la élite boliviana, que manifestó su desagrado, primero, a través de la propuesta autonómica, y luego tratando de abortar la Asamblea Constituyente a pocos meses de nacida.

La historia es conocida, pero nunca está de más recordarla. Todo comenzó con la instalación de la Asamblea en la ciudad de Sucre en agosto de 2006. Para obstaculizarla las élites locales organizaron el Comité Interinstitucional, en cuya dirección estaban el rector de la Universidad San Francisco Xavier, Jaime Barrón; la alcaldesa de esa ciudad, Aydeé Nava; el presidente del Concejo Municipal, Fidel Herrera; el presidente de la Brigada Parlamentaria opositora, Gonzalo Porcel; los legisladores Fernando Rodríguez, Lourdes Millares, Tomasa Yarhui y la candidata prefectural Sabina Cuéllar.

El objetivo que esta agrupación, improvisadamente conformada en marzo de 2007, se había propuesto para torpedear el proceso de refundación de Bolivia era la demanda de una capitalía plena para Sucre, es decir, el traslado del poder Ejecutivo a ese lugar como sede. En noviembre de ese año protagonizaron una serie de protestas que derivaron en la muerte, por heridas de bala, de tres personas provenientes de clases populares. Las cosas no hicieron más que empeorar desde ese momento, con explosiones de violencia con tonos cada vez más racistas en enero y abril de 2008, cuando una ministra y un diputado fueron agredidos física y verbalmente por turbas que exclamaban epítetos raciales.

Hasta que llegó mayo. El 24 de ese mes, fecha en la que se recuerda el Primer Grito Libertario en contra de la Corona Española, se tenía prevista la visita del presidente Evo Morales para la entrega de ambulancias en favor de las áreas rurales menos favorecidas del departamento de Chuquisaca, a lo que los sectores acomodados de la ciudad reaccionaron con la mayor violencia, desalojando a un contingente militar que debía prestar seguridad al mandatario. Ante esa situación, los sindicatos campesinos anunciaron que irían a recibir personalmente al presidente Morales. Los esperaban en Sucre cientos de jóvenes universitarios, armados hasta los dientes, miembros del Comité Interinstitucional.

A partir de las 10 de la mañana del 24 de mayo hordas de universitarios y vándalos del Comité Interinstitucional asediaron a mujeres, ancianos y niños que se aprestaban a recibir a Morales, tomando a varios de ellos como rehenes, persiguiéndolos por las calles, hasta haber secuestrado a 25 personas. Lo que siguió constituye uno de los episodios más vergonzosos de la historia de ese pueblo ubicado al sur de Bolivia. Los 25 campesinos fueron desnudados, golpeados, forzados a besar el suelo de la Plaza 25 de Mayo y a pedir perdón por pisar esa ciudad. En el fondo se escuchaban los gritos de “indio de mierda”, “chola de mierda”. Los medios se limitaban a captar las imágenes. La Policía no hizo nada ante esto.

Fue el día en el que las tres formas de racismo explotaron con anunciada potencia. La refundación del Estado en 2009 permitió que en octubre de 2010 se promulgara la Ley 045 Contra el Racismo y Toda Forma de Discriminación, a la que los medios de comunicación opusieron férrea resistencia, pues sancionaba también expresiones de racismo cual si fuera un derecho. Al año siguiente, en 2011, se promulgó un 24 de mayo el Día Nacional Contra el Racismo, mediante Ley 139.

En noviembre de 2019 turbas muy similares a las que infestaron las calles de Sucre en 2008 quemaron la whipala en plena Plaza Murillo, tras lo cual fueron masacradas una treintena de personas provenientes del campo y las periferias urbanas de la ciudad de El Alto, la urbe aymara por excelencia.

Queda claro que a Bolivia le falta todavía un largo trecho en su lucha contra el racismo.

*Cientista político boliviano, analista de La Época

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